Ana de azul

Posted on | 9.12.09 | 1 Comment

(O los personajes favoritos)

Fue en la boda de un buen amigo, después del vals, mucho después. La vi. Era aquella de vestido azul, sentada en la mesa de la esquina y deshojando las margaritas del centro de mesa. Juro que no buscaba a nadie. Estaba ahí por puro acto de presencia y la vi.
Tomé mi tercer güisqui de un solo trago. Esperé a que estuviese sola y le llevé otra copa de vino. Me senté a su lado y pregunté:
-¿Venís de parte de la novia?
-No, soy prima de Fernando- contestó. Le dije que mi amigo jamás me había contado que tenía una prima tan linda y me hirió con una risa jocosa. Me quedé callado y la miré.
Sus ojos eran un poco achinados, color miel y el flequillo le caía sobre el izquierdo. Unos labios rosados enmarcaban sus dientes perfectos. El hoyuelo en su mejilla derecha me hizo olvidar, un instante, que era victima de una burla.
Se apartó el pelo color caoba de los hombros y dejó al descubierto el escote y dos lunares: uno en el cuello y otro en la clavícula derecha. Su piel era de porcelana, de esas que tanto había escuchado e imaginé así de blancas y lisas. Me hipnotizó.
Dejó de reír y ahora me miraba. Algo en ella, no sé si lástima, la motivó a jalarme a bailar. El vestido azul se ajustaba hasta su cintura y la falda se movía, perfectamente, al ritmo de sus caderas y la Ciguapa. Yo, con la experiencia adquirida a través de los años, la hacía girar luciéndola por un pequeño espacio que nos fuimos abriendo entre los otros invitados bailarines.
En medio de Huey Dunbar, más Chichi Peralta, y Juan Luis Guerra, me enteré de que se llamaba Ana y estudiaba una carrera que yo no conocía. Tenia que ver con filosofía, letras y algo que no escuché.
Para las últimas dos canciones del re-mix de Olga Tañón, esta mujer me traía loco. De ahí, supongo, y con la ayuda de otros güisquis, que yo sacara el valor para invitarla a mi casa.
Paramos de bailar y nos fuimos a sentar -cerca del bar, por elección unánime- porque el reguetón no le gustaba.
-No me gusta el reguetón- dijo apenas escuchó el grito de guerra de algún puertorriqueño.
-A mí tampoco- le dije.
-¿Por qué?
-No sé, es un mismo ritmo para todas.
-También, pero denigra a la mujer. No sé por qué lo bailan, miralas. ¿Te importa si me quito los zapatos?- preguntó, sin esperar respuesta, colocando los zapatos debajo de la silla y continuó con su explicación, -No me gusta usar tacones y ya no los aguanto-.
Seguimos tomando; ella sus copas de vino tinto y yo mis güisquis. Nos burlamos de la gente que seguía en la pista. En especial de los viejitos que parecían bailar boleros al son del perreo y los borrachos que ya habían perdido toda vergüenza.
Tiré la pregunta porque no supe qué más hacer.
-¿Vamos a mi casa?
Me volvió a ver poco sorprendida y el hoyuelo en su mejilla se formó en aprobación. Se puso los zapatos, se despidió de una amiga pasada de copas que dijo cosas que no entendí y salimos del hotel. Hacia Frío.
Detuve al primer taxi que pasó. Camino a casa, tomó mi mano y preguntó:
-¿No tenés novia, verdad?
Me pareció un poco tarde para esas cosas, pero le expliqué que vivía con alguien, pero todo había terminado hace menos de una semana.
No dijo nada. Solo sonrió y me beso.
Llegamos. Todo sucedió de repente. Subimos en el ascensor hasta mi apartamento en el tercer piso. Mi mano en su cintura la haló hacia mí, sus manos delgadas se colgaron de mi cuello y nuestros labios se entrelazaron. Entramos apartamento. Cada uno estudiaba el cuerpo del otro descubriendo curvas nuevas. Comenzó a caer un vestido, una camisa, un pantalón y todo lo demás. La llevé hasta el cuarto y ahí encontramos nuestra desnudez y las mordidas en el cuello y los labios. Su cuerpo temblaba bajo el mío y, mientras besaba sus senos, ella recorría sus dedos fríos en mi espina dorsal y me apretaba entre sus piernas.
Por un momento, el tiempo nos perteneció; parecía haberse detenido. Cuando nos volvió a alcanzar, la luz de la luna se colaba en mi ventana. Ana se acostó sobre mi costado y dibujó unos garabatos en mi pecho con su dedo. Me di cuenta de que su pelo olía a vainilla. Poco a poco, acariciando su melena, me quedé dormido.
Me desperté hasta la mañana siguiente y me encontré con su ausencia. Me abandonó. Todo lo que dejó fue una almohada arrugada, un olor a vainilla y unas ganas, de volverla a ver, en los bolsillos.

***

Es mi cuarta copa de vino y pronto estaré ebria. Creo que tomo demasiado. No, perdón: mi madre piensa que tomo demasiado, y yo me lo he creído más alguna vez.
Odio las bodas. ¿Es necesario tirar la casa por la ventana y firmar un pedazo de papel para probarle al mundo que nos amaremos para siempre? ¿Somos tan inseguros? No me gustaría estar con alguien que necesite que firme un papel y desfile en vestido blanco frente a todos –hasta su Dios- para que esté seguro de que lo amo. Sobre todo, tampoco me parece prometer algo eterno siendo ambos tan efímeros. De todas maneras, ya no podría vestir de blanco.
Me puse el vestido azul que tanto quería. Hubiese escogido el rojo; el azul está de moda. Uno, dos, tres. Cuatro mujeres vestidas de azul. Maldición. Morado, mi próximo vestido será morado... ciruela, talvez.
El centro de mesa tiene margaritas. Tomo una y la deshojo sobre el mantel blanco. Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere... Sí, soy una ridícula. Me quiere... Ya sabía que sus viajecitos no eran de negocios... No me quiere...
Hay un tipo en el bar con, probablemente, cuatro güisquis encima. Pronto estará ebrio. Se parece a él. Me mira, pero no bajo la mirada. Mejor brindamos de lejos. ¿Adónde estará la Elena? Tomo otra margarita. Se acerca, no se acerca; me quiere, no me quiere.... ¿Por qué me enamoro del primer hombre que veo me presta la más mínima forma de atención?
Se acerca vistiendo un traje gris, su güisqui en una mano y, en la otra, una copa de vino para mí. Sí, se parece a él.
-¿Sos amiga de la novia?
-No, soy prima de Fernando- contesto.
Me dice que Fer nunca le dijo que tenía una prima tan linda. El comentario me da risa y no me esfuerzo por ocultarlo. El vino, quizás. No, no pedía que me recitara aquel poema de Girondo, pero tampoco. En fin, ¿volará él?
Se ha quedado callado y me mira. Su nariz, moderadamente grande y recta; cejas espesas; sus ojos tristes, negros y grandes; la barba, un poco desarreglada. Sonríe ahora, pero noto una seriedad habitual porque la sonrisa es pequeña y retraída, casi una mueca. Ideal, no obstante.
No me quita la mirada de encima y ya sentí cosquillas en el estómago. Lo saco a bailar antes de sonrojarme. Él sí baila -no como el otro-, y qué bien baila.
Dice que se llama Andrés, que terminó de estudiar leyes en el sur y me lleva cuatro años. Seguimos con los güisquis, el vinito y el baile. Yo ya estoy un poco ebria, sí, pero no es para tanto. Seguramente, también él. Poco a poco la sonrisa pierde timidez.
Cada vez bailamos más cerca, muy cerca. Las narices juguetean y los labios se rozan más de una vez. ¿Volará?
Comienza el reguetón y lo halo cerca del bar explicándole que detesto esa música. Él también. Me quito los tacones que ya no aguanto y seguimos tomando y mofándonos de los bailarines.
De repente, con su voz ronca y bastante serio, me tira una propuesta indecorosa que bien merecida tiene una bofetada en la mejilla. -Vamos a mi casa- No, momento: mi madre piensa eso, yo, a comparación, podría ser ninfómana. ¡Ay, madre, qué vida la suya! No le contesto, solo sonrío en aprobación.
Encuentro a la Elena, bastante ebria, hablando con un tipo que parece que conozco porque me saluda hasta con nombre. Le digo que me voy con Andrés, un viejo amigo, para que no me joda. Comienza la Elena a encargarle que me cuide, que ella me quiere y que me lleve sana y salva a la casa. Nos mofamos de ella y nos vamos.
-Ah, ¿no tenés novia, verdad?- le pregunto mientras nos subimos un taxi. No escucho qué me contesta, pero entendí que no. Aunque a estas alturas ya ni importa.
Llegamos bastante rápido. Entramos a su apartamento, tira el saco gris en un sofá y me ofrece algo de tomar. No gracias, un poco más y ninguno va a funcionar bien. Me hala hasta su cuarto. Se parece mucho a él.
Me toma de las caderas firmemente y me acerca. Las narices vuelven a jugar y solamente roza sus labios. Mis manos se sujetan a sus brazos y nuestros labios se entrelazan moviéndose sin dirección. Sus manos comienzan a recorrer mi cuerpo como si lo hubiese hecho antes. Mi mano busca su cuello, la otra su espalda y lo aprieto contra mí. Me separo solo un poco. Se parecen.
Me dice que venga y vuelve a unir nuestras bocas. Cae mi vestido azul, su camisa blanca, el pantalón y todo lo demás. Me guía hasta acostarme sobre su cama y besa mi cuello, mis senos, mi obligo, mi vientre...
Me hace suya, lo hago mío y olvido que se parecen. La luz de un farol se cuela por la ventana. En la cara de Andrés puedo ver dibujada una sonrisa mordaz. No, el muchacho ya no es tan tímido. Me besa y se tumba a mi lado. Luego me acuesta en su costado y quedo dormida. Me despierto. El querido Andrés ronca. Puedo ver en la ventana que ya amaneció. Miro la mesa de noche sobre el hombro de Andrés y el reloj digital marca las 6:33 AM con un verde escandaloso. Maldita sea, me tengo que ir. Salgo de la cama lentamente, me visto de prisa y en silencio para no despertarlo. 6: 37 AM. Mierda, Rodrigo regresa hoy a las ocho.

Comments

One Response to “Ana de azul”

  1. Anónimo
    27/12/09 5:56 p. m.

    Después de casi nueve meses!!! Nueve meses!! Recién nacida, ehh?? Dónde andabas??


    .

    Ojalá yo fuera de esas que estudia algo de letras o filosofía y sacara a bailar a algún Andrés. Hace dos años me reencontré con un tal Andrés que por ahí de 7º grado me traía bailando la cabeza y ahora... ahora no sé qué le vi; ahora podría decir que lo detesto.

    Y es curioso. Creo que sólo me atraía porque llamaba mucho la atención; muchas payasadas, mucho carisma, mucha alegría. Habría bailado con él, sin problemas.

    Ahora no bailo, tomo poco y no me llevo a nadie a la cama.